lunes, 11 de febrero de 2013

Remember when...

Para que engañarnos, siempre fui una niña idiota, aquella a la que le encantaba vestir a muñecas con vestidos de galas y que se perdía entre infinidad de historias cargadas de fantasía un domingo por la tarde. Siempre me gustó tomarme el chocolate caliente mientras la lluvia caía torrencialmente sobre mi ciudad y por supuesto siempre me encantó cantar y bailar como si no hubiese mañana.
Y si tenía que llorar, ¿por qué no hacerlo?, si tenía que gritar, ¿por qué no subirme a la colina más alta?, y si me apetecía reír, ¿por qué no descojonarme hasta quedar sin aire?
Siempre he sido de las que le gustaba llorar con una buena canción o una película, de las que la emoción le controlaba y no era dueña de su cuerpo...pero huvo un día que de tanto llorar, se me secaron las lágrimas, que fingir sonrisas se convirtió en rutina y que no dormir en otro hobbie más. Fría, inerte, no era yo frente al espejo. Hundida, destrozada, cabizbaja a todas horas, ¿y quién lo notaba? Nadie. ¿Quién me consolaba? Nadie. ¿Quién estaba ahí cuando la presión volvía a mi estómago? Yo y mi sombra. Yo y mi alma. Yo y mi soledad.
Y mientras los días del calendario corren te preguntas que está siendo de aquella niña vivaz que un día fuiste, dónde quedó aquel adjetivo calificativo con el que solías describirte, si, risueña, eso era, ¿se perdió?
Si, quizá fue eso pero derepente suena un click, algo parecido a un chasquido y...despiertas. Vuelves a sentir los rayos del sol con más intensidad que nunca, sientes esas cosquillas de vida recorrer tu cuerpo, y vuelven las ganas de saltar de gritar e incluso de correr, huir bien lejos dónde nadie pudiera preguntarte el por qué de tu felicidad, porque nadie más lo sabía, solo tú.
Y es que no hay mayor felicidad que la de salir a flote cuando has vivido en el fondo durante meses.
                                             

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