sábado, 31 de enero de 2015

Te convertiste en mi Roma.

No sé bien como empezar esto que escribo porque últimamente estoy perdiendo hasta los estribos, me estoy desviando de un camino que antaño tracé con detalle. 
Fijé cada una de las calles señalando salidas de emergencia por cada cruce de caderas donde sabía que, algún día, podría temblarme la vida. 
Puse luces donde temía que en algún momento se fuera la luz, dejándome al amparo de la llama de una vela apunto de consumirse.
Pero entonces llegaste tú, con tu puta obsesión al blues. Y me dijiste “guapa, súbete al coche, que vamos a romper la noche con un golpe de pecho.” Y yo como una tonta, abandoné cualquier despecho, aparqué el rencor en mi pelo y me dejé llevar por aquella revolución que comenzaba a sentir por dentro. Y mi Rosa de los Vientos el rumbo perdió. 
Lo malo llegó cuando me di cuenta de que todo lo que había construido, todo lo que tanto trabajo me había costado edificar, las mil murallas que había tenido que crear para que nadie pudiese traspasar la línea entre el amor y el dolor (porque ya lo dijo Sabina “amores que matan nunca mueren”) todo eso caía con una simple mirada tuya. Todo mi camino se destruía con un solo guiño, se hacía ruinas con cada latido de puto corazón. Bendita bendición. 
Me di cuenta de que te habías convertido en mi Roma y que todas mis calles desembocaban en la comisura de tus labios. 
Llegaste, arrasando con cualquier régimen establecido y convertiste mi vida en tu Imperio, mi cuerpo en tu mayor asentamiento. 
Me desnudaste para vestirme de dudas. Tuve que dejar de hacerme la dura porque toda apariencia inexacta, cualquier maldita coraza, se había quedado en  volandas por el cielo de tu boca para después caer en picado hacia la suela de tu zapato.
Rompiste mi autoretrato y comencé a tener la imagen de una yo que no sabía ni siquiera lo que quería más allá de tu vicio de piel. 
Me arrancaste la miel de los labios con la que acostumbrabas a dejarme de madrugada para sustituirla por la hiel en el alma, por el hastío de unos labios cansados de dar besos a alguien que solo sabe recibir.
Lo último que te quiero decir ahora que está declinando Enero y que estamos en pleno invierno, es que para mí una sonrisa vale más que mil palabras. 
Y sé que a ti te duele más mi risa que 10.000 cristales. Por eso, y por todas las verdades que me contaste a medias, hoy me atrevo a decirte que cuando llegue la primavera y el Sol se haga el rey del cielo no me diré nunca más al espejo “joder, le sigo queriendo.” 

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