Hace tiempo que no le dedico ninguna de mis
letras a aquel chico de mirada color otoño que vestía mi vida de
primavera.
Recuerdo el vuelco que el pecho me dio la primera vez
que le vi sonreír, la primera vez que le escuché pronunciar su nombre y sabía
que esas palabras me las dirigía a mí.
Era un día nublado de finales de abril
cuando le conocí.
Yo no estaba en mis mejores circunstancias o quizá era el mejor
momento para que él apareciera en mi vida. Al fin y al cabo, qué voy a saber yo
que siempre tengo tantas dudas.
La cosa es que por aquel tiempo me sentía en una balanza entre lo
que hacía y lo que debía hacer, como si una responsabilidad enorme e
injustificada llevase invernando sobre mis hombros demasiado tiempo.
Lo cierto es que, justo antes de conocerle,
yo había abierto las manos para dejar salir volando a un pájaro y había cortado
las cuerdas de cualquier títere que se ató a mi cuerpo sin
consentimiento.
Desde el primer momento en el que le vi
encontré, en esas pecas que adornaban su cara, todos los puntos y seguidos que
quería escribir en mis siguientes versos.
Recuerdo que en algún momento cogí su mano
para escribirle palabras sin tinta que significasen el principio de una
historia. Siéndote sincera, papel, nunca tuve muy claro si le volvería a ver,
pero parece que un apenas roce de mi boca, bastante lejos de sus labios, fue
suficiente para sellar un pacto que significase volvernos a encontrar en
cualquier otro lugar.
Y no sé qué ocurrió en aquel viaje, ni
aquel día, en aquel corto trayecto, pero he de decir que nunca volví a ser lo
que fui.
Quizá fueron las chispas que coronaron nuestro ambiente, y digo
nuestro porque por un momento, pese a que no le conocía, sentí que ese
pronombre danzaba en el aire junto a tres mil quinientos fuegos artificiales.
Lo único que sé que es que tras volver a casa aquel día, tras
dormir y despertar, supe que no volvería a regresar, a ser lo que era. ¿Cómo lo
supe? A eso nunca he sabido encontrarle respuesta. Sólo sé que lo sabía, que lo
noté en mí, en mi reflejo, en las noches y en los días.
No sé describiros con palabras todo lo que aprendí durante
aquel trayecto plagado de rosales que me hicieron sangrar, pero nunca
renunciar. También estuvo lleno de rayos de sol que nunca llegaron a herir,
sólo a hacerme sentir. Era como vivir en una perpetúa contradicción conmigo
misma y mi alrededor. Pero mientras caminaba o bailaba (aún no lo tengo muy
claro) me sentí volar sin alas.
En muchas ocasiones tuve el coraje de razonar y preguntarme por
qué, por qué iba de la mano de alguien que no conocía, porque me había atrevido
a bailar con un enmascarado en un baile de máscaras en lugar de hacerlo con
quien llevaba la cara al descubierto. Juro que me torturé cada noche, justo
antes del amanecer, con mil porqués, pero entonces, en mi mente aparecía su voz
y sonaba nuestra canción. En ese momento yo me preguntaba… ¿por qué no?
Estar a su lado era la antítesis del vacío, era sentirme por
primera vez habitada y no sola en casa.
Después de que decidiéramos partir por lados contrarios en esta
encrucijada que es la vida, decidió aparecer en más ocasiones de las requeridas.
Su cuerpo no estaba presente pero cuando ya había creído olvidar cualquier
sentimiento, volvía su recuerdo creando desconcierto, haciendo saltar las
alarmas y abriendo salidas de emergencias que me llevan de regreso a la
entrada. Y a veces, cuando cae la noche y estoy tumbada en la cama me pregunto
por qué vuelve.
Entonces me doy cuenta de que besarle era como navegar hacia un
mundo sin dudas y salvarme del naufragio. Y esa es una de esas pocas ocasiones
en las que lo entiendo todo y se me coge un nudo en la garganta, mientras me
atormenta saber que nunca tuve claro ningún te quiero.
Tengo que confesarte, ángel que cayó en mi pecho, que desde que no
estás se me está volviendo a congelar este corazón remendado con cristales
rotos de espejos que vieron nuestro reflejo, juntos. Que no encuentro solución
a todos los “¿Y si…?” que inundan mi cabeza, que no encuentro silencio para
todo este ruido.
Después de un tiempo comprendí que era cierto, que tú eras fuego.
Eras como el fuego cálido que nos arropa en invierno, ese que
desprende la chimenea en un momento perfecto.
Eras como el leve fuego que irradia el sol y nos baña la piel en
una mañana de primavera.
Eras como ese fuego que se crea entre dos cuerpos cuando las almas
se funden en un abrazo que se cree eterno.
Eras precioso, precioso como el fuego mismo.
Pero a veces, parece que olvidamos, que detrás de tanta belleza se
esconde el peligro.
Que tras el crepitar de las llamas, se esconde la devastación.
Porque el fuego es tan bello como destructivo, como dañino.
Y sí, que era cierto, que tú eras fuego.
Y que sí, que ahora lo sé, que yo me quemé.
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